Homilia II Centenario de la imagen del Stmo. Cristo del Amor
Lucena, San Mateo, 28, X, 2008
Is 63,7-9; Sal 137; Col 3,12-17; Luc 17,11-19

1. El Señor nos ha reunido en esta tarde para compartir con nosotros la mesa de su pan y de su palabra y para darle gracias en el II Centenario de “hechura” de la imagen del Santísimo Cristo del Amor, titular de la Cofradía del mismo nombre. Así lo acredita un precioso documento encontrado en la espalda de la talla, que describe con gran minuciosidad y exactitud la situación política de la época, los inicios de la Guerra de la Independencia, el autor del rostro del Santísimo Cristo, nada menos que Alonso Cano, racionero de la Catedral de Granada, y el nombre del generoso donante, Domingo María de Tapia, lucentino, quien en el año 1808 cede la referida joya “con el fervoroso celo –dice el documento- de aumentar la propagación de nuestra Sagrada Religión Católica apostólica y Romana”. El documento nos dice también que el resto de la escultura fue tallado por dos artistas locales, llamados Andrés Cordón y Luis Tibao.

2. Desde entonces, seis generaciones de lucentinos y miles y miles de devotos os habéis postrado ante esta hermosísima imagen para referir al Santísimo Cristo vuestras penas y dificultades, vuestras alegría y vuestros gozos, encomendándole a vuestros hijos, a vuestros enfermos y ancianos y todas vuestras necesidades materiales y espirituales, encontrando siempre en el Santísimo Cristo del Amor una mirada llena de dulzura y bálsamo y medicina para vuestros dolores. Es justo, pues, que en esta tarde demos gracias a Dios por los muchos dones que ha derramado sobre todos vosotros, los miembros de la Cofradía, sobre vuestras familias y sobre los cristianos de Lucena, que le demos gracias por estos doscientos años de dones y bendiciones, fruto de la misericordia, de la fidelidad, de la bondad y del amor sin medida de nuestro Santísimo Cristo. Porque todo en nuestra vida y en la historia de vuestra Cofradía es puro don de Dios, en esta tarde le damos gracias del mejor modo que sabemos y podemos hacerlo los cristianos, levantando la copa de la salvación, celebrando la Eucaristía, uniendo nuestra alabanza y nuestra acción de gracias a la perenne acción de gracias y glorificación que el Señor tributa al Padre en el sacrificio de la Cruz, que dentro de unos momentos vamos a renovar sobre el altar.

3. En los cinco años que llevo sirviendo a la Diócesis de Córdoba, en muchas ocasiones he afirmado que las Hermandades y Cofradías no son islas, es decir, instituciones autónomas e independientes dentro de la Diócesis o de la parroquia. He dicho también que se acreditan y legitiman viviendo la eclesialidad, viviendo la comunión con la Diócesis, con el Obispo, con los sacerdotes, con la parroquia, con los otros grupos cristianos y con todos los que buscamos el Reino de Dios. Os invito en esta tarde, queridos cofrades a reforzar vuestra eclesialidad y vuestra inserción en la vida de la Diócesis y de vuestra parroquia. Para que conozcáis los proyectos de la Iglesia Diocesana y sus prioridades, para favorecer la comunión afectiva y efectiva de vuestra Cofradía con la Diócesis y con vuestra parroquia y os impliquéis en su devenir y en su vida diaria, quisiera comentaros las líneas fundamentales del nuevo Plan Pastoral Diocesano, que si Dios quiere, entrará en vigor en el próximo mes de enero, y que estará centrado en la Eucaristía y en el servicio a los pobres. El primer objetivo del nuevo Plan será celebrar y vivir la centralidad de la Eucaristía, nuestro más venerable y preciado tesoro. En él se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua. Ella es el compendio y la suma de nuestra fe, el sacramento en el que el Señor resucitado vuelve a su Iglesia cada día vivificándola con el don de su amor.

4. Queridos hermanos y hermanas: la Eucaristía es el corazón de nuestras comunidades. Ella es el sustento y alimento, que hoy necesitamos más que nunca. No vivimos tiempos confortables para la fe, para Iglesia y la evangelización. Vivimos tiempos recios, tiempos de lucha, de acoso permanente, de increencia, de laicismo y ateismo militante, que querría ver borrado el nombre de Dios de la vida pública, tiempos de agnosticismo y de olvido de Dios, en los que se pone a prueba la hondura de nuestra fe y de nuestro amor. En este contexto, más incluso que en tiempos pasados, estamos obligados a ser fieles, a remar contra corriente, a defender y transmitir nuestra fe con coraje y entusiasmo. Para ello, el Señor nos dice como al profeta Elías: “Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti” (1 Rey 19,7).

5. Sin la Eucaristía, recibida con frecuencia y con las debidas disposiciones, ni los miembros de nuestras Hermandades, ni los miembros de cualquier otro grupo apostólico podremos vivir nuestra fe y nuestros compromisos con coherencia y valentía. Por ello, qué verdaderas son las palabras que pronuncian los mártires de Cartago en el año 304, cuando acuciados por el procurador que les conminaba a abandonar la participación en la mesa del Señor, responden con esta frase rotunda: “sin la Eucaristía no podemos vivir”. Así lo entendió también San Ignacio de Antioquia, quien hacia el año 110, mientras es conducido a Roma camino del martirio, escribe en su carta a los Magnesios "¿Cómo podríamos vivir sin Él?". Sin la Eucaristía nos faltarían las fuerzas para mantener la esperanza, para afrontar las dificultades del camino, para luchar contra el mal, para no sucumbir ante los ídolos y las seducciones del mundo, para seguir al Señor con entusiasmo, ofrecerle la vida, confesarle delante de los hombres (Mt 10,32-33), servir, amar y perdonar, incluso a los enemigos.

6. La presencia real de Cristo en la Eucaristía no concluye con la celebración de la Eucaristía. Subsiste después de la Santa Misa. El Señor permanece en las especiales sacramentales y reclama nuestra adoración. Esta presencia no es estática, sino profundamente dinámica. En la adoración eucarística el Señor nos fortalece, nos diviniza, nos aferra para hacernos suyos, para transformarnos y asimilarnos a Él. Por ello, es el auténtico camino de renovación de nuestras comunidades cristianas y también de las Hermandades y Cofradías. ¡Cuánto consuelo, cuánta fortaleza, cuánta fidelidad, cuántas virtudes han crecido en la íntima comunicación de los fieles cristianos con el Señor, en la acción de gracias reposada después de la santa Misa, en la visita al Santísimo y en la adoración silenciosa del Santísimo Sacramento!

7. La adoración eucarística ha sido siempre manantial de santidad, alambique en el que se ha destilado la caridad pastoral de los sacerdotes, la fidelidad de los esposos y su compromiso en la transmisión de la vida y en la educación cristiana de los hijos. De ella han surgido siempre las familias unidas, fecundas y evangelizadoras. La adoración eucarística es el ambiente propicio en el que nuestros jóvenes han escuchado la llamada de Dios a seguirle en el sacerdocio o en la vida religiosa, el venero en el que siguen surgiendo jóvenes cristianos, limpios, alegres y generosos, capaces de vivir una vida nueva y de construir la nueva civilización del amor. La adoración eucarística es el yunque en el que se ha forjado el temple apostólico de tantos laicos santos y apóstoles, que aman verdaderamente a la Iglesia. De ella nos ha de venir el vigor espiritual y apostólico de nuestra Diócesis, el crecimiento en la fe y la victoria sobre el pecado que oprime nuestras vidas y desgarra nuestra sociedad. Hagamos todos los esfuerzos que estén a nuestro alcance para acercarnos todos los días a nuestras iglesias para visitar al Señor, acompañarlo, vivir unos momentos junto a El, expiar y reparar nuestros propios pecados y el pecado del mundo.

8. Y en el reverso de nuestro Plan Pastoral, el servicio a los pobres y a los que sufren, consecuencia lógica de nuestra participación consciente y fructuosa en la mesa del Señor. La Eucaristía contiene una exigencia firmísima de unidad y de comunión y entraña una inequívoca dimensión social. No caben pues divisiones en los que nos alimentamos con el mismo cuerpo de Cristo. No cabe tampoco la tentación cainita de permanecer indiferentes antes los sufrimientos y los dolores de los pobres. Como nos dijera el Papa Juan Pablo II en la EA Mane nobiscum Domine, la caridad y el servicio a los pobres es el criterio básico con arreglo al cual se comprueba la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas (n. 28).

9. Como he escrito en mi carta pastoral de comienzo de curso, el momento presente está siendo ya muy duro para los pobres, para muchas familias, que están experimentando ya las consecuencias del paro y sus secuelas de penuria, privaciones y sufrimiento. Es, pues, preciso que nuestra Iglesia particular, nuestras parroquias, nuestra Caritas, los religiosos y religiosas, nuestros grupos apostólicos y nuestras Hermandades y Cofradías escuchemos el grito del Espíritu, que clama en nosotros con gemidos inefables y que da testimonio a nuestro espíritu de nuestra filiación divina y, en consecuencia, de nuestra fraternidad. Hemos de escuchar, pues, los gritos de los pobres, de los parados, de los sin techo, de los hambrientos, de los enfermos, de los ancianos que viven solos, de los inmigrantes, probablemente más expuestos que nadie a la precariedad y al sufrimiento. Las Hermandades y Cofradías no pueden quedarse en los aspectos externos, culturales, estéticos o meramente sociales. Han de aguzar, pues, la imaginación de la caridad con fórmulas creativas, eficaces y heroicas, si fuera necesario, haciendo todos los esfuerzos que estén en nuestras manos para paliar en lo que nos sea posible los efectos de la crisis económica, cuyas primeras víctimas son los más pobres de nuestros hermanos.

10. Al mismo tiempo que damos las más rendidas gracias al Santísimo Cristo del Amor por estos doscientos años de dones y bendiciones, ponemos el nuevo Plan Pastoral diocesano bajo la protección maternal de la Santísima Virgen en su título de la Paz, también titular de vuestra Cofradía. A ella nos acogemos para que todos los cristianos de la Diócesis, y también los miembros de esta institución, sigamos con gozo y esperanza las huellas del Maestro que nos espera en la Eucaristía y también en nuestros hermanos más pobres, en los que todos debemos descubrir el rostro doliente de Cristo. Así sea.


Juan José Asenjo Pelegrina
Obispo de Córdoba